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domingo, 28 de septiembre de 2008

Cuentos Zen


El moscardón y el maestro

El calor del verano era sofocante y el sudor corría por la frente del samurái. En el engawa del dojo unas pequeñas campanillas furin pendían de la entrada. Ni siquiera una ligera brisa les arrancaba el más mínimo sonido.

El hombre descalzó sus zoris y subió al entarimado de madera de la entrada, saludó con una reverencia al primogénito del maestro de kenjutsu a cuya lección del día pretendía asistir.

La fama de este maestro era conocida en varias provincias aunque se decía que la edad y la enfermedad estaban minando lentamente la salud del anciano. Pronto su hijo heredaría la escuela y enseñaría en su lugar.

El samurái, afiliado a un clan y experto también en el manejo de la katana y en las técnicas de combate de su propio ryu, tenía permiso expreso de su señor para recorrer el país como lo hacían otros muchos samuráis y ronin en estos tiempos de relativa paz después que los Tokugawa asumieran la dirección del país.

Los alumnos se sentaban en seiza, alineados a lo largo de la pared, en actitud concentrada y respetuosa, esperando la entrada del maestro. El samurái fue conducido por el primogénito hasta el lugar de honor y ambos tomaron asiento, plegando con cuidado sus hakamas. Casi enseguida sus semblantes se volvieron inexpresivos, mirando al frente y entrando en un estado de meditación y recogimiento.

En el silencio del lugar se oía como un trueno, por encima del lejano rumor de las semi eternamente presentes en el verano, el zumbido de un moscardón que vagaba de un lado a otro, posándose donde se le antojaba.

Un instante después el anciano maestro hizo su entrada deslizando muy suavemente sus pies sobre la pulida madera. Después de los saludos rituales, su figura erguida en el centro de la sala era la imagen perfecta del guerrero a punto de comenzar un combate, ese estado de calma, de vacío, de presencia en el instante y a la vez distancia y desapego, característico de los practicantes formados en la Vía.

El maestro desenvainó su katana y en un solo movimiento, continuo, sin interrupciones ni cambios de ritmo perceptibles, trazó dos tajos perfectos en el aire que habrían sido suficientes para terminar con la vida de un enemigo imaginario. La kata continuó.


El silbido producido por la hoja de la espada, similar al de un junco agitado en el aire, pero infinitamente mortal en su sencillez. El tenue deslizar de los pies. El ruido seco de las ropas. Eran los únicos sonidos que se escuchaban. Pero no, también estaba el del dichoso moscardón que había tomado obcecado interés en el maestro y estaba posándose en una de sus manos, justo en uno de los momentos de mayor tensión interior...

El maestro, impasible, continuó la kata, aparentemente ajeno a la tozudez del insecto. Pero al finalizar uno de los giros, cambió el movimiento y lanzó un tajo hacia la pequeña figura negra que escapó milagrosamente.

El samurái tomó nota del hecho, la hoja había pasado muy cerca pero, si la intención era lucirse cortando en el aire al moscardón, el maestro había fallado en su intento.

Cuando al fin el maestro desapareció por una puerta situada al final de la sala, los alumnos levantaron sus frentes del suelo y salieron en silencio, preparándose para una sesión de entrenamiento.

El samurái se acercó al hijo del maestro y comentó en voz baja:

- Es una lastima que el maestro se haga anciano y pierda el pulso que le ha hecho legendario en todo Japón.

- ¿Por qué lo dices? - contestó el primogénito.

- Porque al lanzar ese tajo al moscardón, no ha conseguido alcanzarle, quizás por milímetros, pero se le ha escapado.

El otro hombre sonrió.

- Cierto, ha escapado vivo. Pero no te equivoques... ya no podrá tener descendencia....

2 comentarios:

Basseta dijo...

Vaya Claudio, me tenías preocupado. Hacías días que no publicabas nada y echaba de menos tus historias.

Por cierto, veo que los chistes nuestros y los orientales sólo cambian de ambientación pero tienen las mismas gracias. La historia que narras me recuerda a un viejo chiste de aquellos de "eran tres espadachines, un francés, un inglés y un español ..." en el que la frase final del español refiriéndose al moscardón era "ese ya no vuelve a mear".

Claudio dijo...

Gracias por tu preocupación, Basseta. Lo cierto es que estos días ando algo ocupado y cuando me acuerdo de ésto ya se me cierran los ojos.

He puesto este cuento Zen porque me ha hecho gracia que el humor se basa, en cualquier cultura y civilización, en los mismos hechos y realidades. Lo que demuestra que, en el fondo, no somos tan diferentes.